Hubo un tiempo en que ser patriota significaba defender las fronteras, honrar la bandera o morir por la patria en algún campo de batalla perdido. Hoy, en España, ser patriota es simplemente pagar impuestos sin rechistar. Y si no lo haces —o peor aún, si te atreves a irte a otro país donde te dejen respirar fiscalmente—, eres un traidor.
Lo comprobé hace unos días en LinkedIn, esa plataforma donde exhibimos una neurosis colectiva disfrazada de networking profesional. Un emprendedor había anunciado que se mudaba a Dubái, explicando sus razones con una lógica aplastante: mejores oportunidades, menor presión fiscal, un futuro más próspero para su familia. Argumentos que, en cualquier país normal, serían recibidos con un educado «que te vaya bien» o, como mucho, con una pizca de envidia sana.
Pero esto es España, y aquí las cosas funcionan de manera diferente.
Inmediatamente saltó un individuo —llamémosle Benito, porque tenía esa cara de funcionario que se siente importante por tener una plaza fija— para acusar al emprendedor de traición a la patria. Sí, traición. Como si emigrar fuera desertar del ejército o vender secretos de Estado a potencias enemigas.
Esta reacción no es casualidad. Es el resultado de décadas de ingeniería social en las que se ha logrado que muchos españoles interioricen que pagar impuestos no es solo una obligación cívica, sino un acto de amor patrio. Una operación de marketing político tan exitosa que ha conseguido que los contribuyentes no solo paguen sin protestar, sino que se sientan orgullosos de hacerlo y, lo que es aún más sorprendente, que censuren moralmente a quienes no comparten su entusiasmo fiscal.
Es el triunfo absoluto del Estado: convertir a los ciudadanos en vigilantes de su propio expolio.
Los Benitos de España —y hay millones— han desarrollado una especie de síndrome de Estocolmo fiscal. No solo han asumido que el Estado tiene derecho a confiscar casi la mitad de sus ingresos, sino que han llegado a considerarlo un privilegio. Son los nuevos inquisidores de Hacienda, siempre dispuestos a señalar con el dedo a cualquiera que ose cuestionar la legitimidad moral del saqueo sistemático.
Lo paradójico es que estos nuevos patriotas fiscales no forman parte de la élite que diseña y se beneficia del sistema. No son ministros con chóferes oficiales, ni altos funcionarios con complementos salariales opacos, ni empresarios amigos del poder que facturan millones en contratos públicos. Son, precisamente, los que más sufren la presión fiscal: clase media trabajadora, autónomos, pequeños empresarios. Los únicos que no pueden permitirse un buen asesor fiscal que les encuentre los recovecos legales para pagar menos.
Mientras tanto, los verdaderos privilegiados del sistema —esos que se llenan la boca hablando de justicia social y redistribución— viven en una realidad paralela. Ahí está Ábalos, con su Jéssica enchufada en empresas públicas, cobrando sin trabajar, viviendo en un piso de lujo cortesía de los amigotes de turno. Ahí están los ERE de Andalucía, donde el dinero de los parados se iba en mariscadas y puticlubs. Ahí está el flamante pacto fiscal catalán, donde mientras a ti te persiguen por trescientos euros mal justificados, allí se negocian amnistías y quitas millonarias como quien pide otra ronda.
Pero los Benitos no ven la contradicción. O no quieren verla.
Hace unos días, también en LinkedIn, alguien compartió la nómina de «un amigo»: treinta mil euros brutos, unos veinte mil netos. Los comentarios fueron reveladores: «Qué suerte», «No está mal», «Firmaba ahora mismo». Nadie parecía indignado por los diez mil euros que se esfumaban en impuestos. Al contrario, parecían agradecidos por lo que quedaba.
Como si el hecho de que te sobre pasta después del atraco convirtiera el atraco en algo razonable.
El éxito de esta operación ideológica es completo. Es, quizá, el mayor triunfo del populismo fiscal español: hacer creer a los expoliados que son héroes por dejarse expoliar.
Y mientras Benito sigue defendiendo su trinchera fiscal con fervor cuasi-religioso, otros —los listos, los conectados, los que conocen las reglas del juego— siguen esquivando, evadiendo y aprovechando las grietas del sistema que tan fervorosamente defienden sus víctimas.
Al final, en este país hemos conseguido algo extraordinario: que contribuyentes aplaudan su propio saqueo y que llamen patriotismo a su propia ingenuidad.