El espejo sucio

Estuve en el pueblo de mi padre cerca de Guadix dos semanas. Primeros de julio. Mucho sol. De ese que no calienta: cuece. Él vive allí desde que se jubiló. Nos llevamos bien. Conversaciones cortas, cómodas. De esas que no aprietan ni aflojan.

Una tarde los vi. Iba a… no sé. ¿A por hielo? ¿A tomar un café? Tres gatitos, blancos con manchas pelirrojas, flacos como rama seca. Pegados a la pared de una casa vacía. Les rodeaba su madre , una gata con manchas grises. Ojos tristes, cuerpo tenso. Como si ya supiera lo que pasa siempre. El padre (lo supuse padre por parecido) duró dos días. Luego desapareció. Como se van los que no se quedan.

Fui a la tienda del pueblo —un Covirán que huele a detergente y tomates maduros— y les compré latas de comida húmeda. Nada gourmet, paté de pollo con una foto de un gato que parecía salido de un cartel electoral. Volví y les dejé una cerca. Al día siguiente igual. Y así. Cada tarde regresaba con comida y agua fresca. Ellos estaban. No se acercaban mucho, pero tampoco huían. Esa forma suya de decir: vale, no nos hagas daño. Solo eso.

Aquello era una especie de ritual. Repetitivo, simple. Poner la comida, cambiar el agua, observar como venían atraídos por el olor de mi mochila. Me hacía sentir… útil. Mejor. Algo. Y luego, claro, te fijas en todo lo demás que te rodea en ese sitio. En un par de perros que vi deambular sin rumbo, en la basura que nadie recoge ni tira al sitio correcto. En el bar escuché a un tipo del pueblo (al que costaba entender) que fardaba por teléfono de las supuestas gitanas que le esperaban en un sitio y en otro. Le gustaba hablar alto, para el público. Como si gritar hiciera más verdad sus historias.

Cuando volví a Madrid me dio pena. Le dejé más comida y el encargo a mi padre. «Sí, a los gatos les voy a dar de comer —me dijo— para que me llamen el loco de los gatos». Lo dijo medio en broma. Supongo. Y yo pensé: ¿y quién te va a llamar eso? ¿El que grita como si llevara grava en la garganta? ¿El vecino que no cuida ni de su acera?

Espero que sigan bien. Que encuentren arbustos que les dé sombra. Que la madre los mantenga juntos.

Tal vez los animales callejeros no son el margen. Tal vez son el centro que no queremos mirar. Un espejo sucio que devuelve nuestra cara sin adornos. Y no sé qué dice eso de nosotros.

Ni de mí.

Ni de ti, si es que has llegado hasta aquí.