¿Alguien le ha pedido el título a Rosalía?

Noelia Núñez dimitió esta semana y España ha recuperado la fe en la honestidad política. O algo así. Treinta y tres años, exdiputada del PP, un currículum más creativo que veraz y una carrera truncada por el pecado mortal de inventarse dos títulos que nunca tuvo. La guillotina mediática ha caído con la precisión suiza que reservamos para estos melodramas: dimisión fulminante, disculpas de rigor, exilio a la vida privada. Telón.

Mientras los editorialistas se masturban moralmente con el caso, a mí me viene a la cabeza Frank Abagnale Jr., el protagonista de Atrápame si puedes. Antes de cumplir veintiún años, el personaje de DiCaprio se las había ingeniado para hacerse pasar por piloto de Pan Am, médico de urgencias y abogado. Lo hacía con una sonrisa encantadora, documentos falsificados y una intuición prodigiosa para leer a la gente. Spielberg convirtió su historia en una fábula sobre el encanto de la impostura, sobre esa seducción irresistible de convertirnos en quien no somos pero quisiéramos ser.

El problema no es que te pillen mintiendo. El problema es que acabes creyéndote tus propias mentiras hasta perder de vista quién coño eras antes de empezar el teatrillo. Frank termina siendo un fantasma de sí mismo, un hombre que cambia de identidad como de camisa. Cuando lo atrapan, ya no sabe quién es sin el disfraz —¿no dijo algo así Errejón?—.

Resulta delicioso que Núñez haya dimitido cuando media clase política española lleva décadas coleccionando títulos como quien colecciona cromos. Óscar Puente sigue siendo ministro con su máster de diseño casero. Patxi López nunca aclaró del todo si era ingeniero o simplemente le gustaba que le llamaran así. Pedro Sánchez mantiene una tesis doctoral más sospechosa que un Rolex de cien euros.

Pero dejemos el vodevil político donde debe estar: alimentando el cotilleo de las tertulias. La pregunta que me jode es otra: ¿por qué seguimos fetichizando los papeles cuando el mundo real funciona exactamente al revés?

España sufre titulitis terminal. Aquí el diploma no es un certificado de estudios: es un DNI de clase media, un pasaporte para ser tomado en serio. Y mientras tanto, las universidades funcionan como factorías de producir credenciales vacías: asignaturas de relleno impartidas por profesores que no han pisado una empresa en su vida, teorías obsoletas antes de que el alumno salga por la puerta, un simulacro de formación diseñado para generar ingresos, no competencias.

¿El resultado? Licenciados en Filología que no han leído un libro desde la carrera y graduados en ADE incapaces de montar un chiringuito en la playa. Pero eso sí, todos con sus diplomas enmarcados y colgados en el salón.

Mientras tanto, Rosalía cogió su proyecto de fin de carrera —basado en Flamenca, una novela medieval que seguramente ni conocía su tutor— y lo convirtió en El mal querer. Un álbum que redefinió el flamenco y la catapultó al estrellato internacional. ¿Alguien le ha pedido el título a Rosalía?

Romuald Fons tampoco tiene (que yo sepa) un MBA de IESE colgado en la pared. Cuando él empezó con el SEO en España casi nadie sabía qué significaban esas siglas. Aprendió a base de hostias, experimentando con algoritmos cuando Google era todavía un adolescente torpe. Hoy dirige BIGSEO, un imperio que factura millones y que también forma a profesionales que salen sabiendo hacer cosas que importan de verdad.

Isra Bravo es el copywriter más influyente en español y probablemente nunca se sentó en una clase de publi. Su autoridad no viene de un pergamino con sello oficial, sino de años escribiendo textos que venden, formando a miles de profesionales y construyendo una reputación basada en algo tan vulgar como los resultados. Cuando Isra habla de copywriting, la industria escucha. Punto.

Porque resulta que el talento es un cabrón que se abre paso por donde le sale de los cojones. El mercado valida sin preguntar dónde estudiaste. La audiencia decide sin consultar tu expediente académico. Los resultados hablan más alto que cualquier diploma.

Que quede claro: una cosa es mentir sobre titulaciones que acreditan competencias vitales —prefiero que mi cirujano haya estudiado Medicina, gracias— y otra muy distinta es fetichizar papeles en sectores donde lo único que importa es si sabes hacer el trabajo. Entre el fraude y la obsesión credencialista hay un territorio inmenso poblado de gente que construye valor sin pedir permiso a ningún decano.

Autodidactas que no pidieron permiso para especializarse. Emprendedores que aprendieron sobre la marcha mientras los de su promoción seguían en el máster. Profesionales que construyeron su expertise en la trinchera, no en las aulas climatizadas de una facultad.

En el mundo digital, esto es especialmente obsceno. Los mejores programadores que conozco aprendieron a programar programando. Los community managers que de verdad saben gestionar crisis en redes sociales lo aprendieron a base de cagarla en tiempo real, no estudiando casos de Harvard Business School. Los especialistas en SEO que dominan Google lo hacen porque se pelean con el algoritmo todos los días, no porque leyeron sobre él en un manual ya obsoleto.

La universidad te enseña a obedecer. El mercado te enseña a pensar. La universidad te dice qué estudiar. El mercado te dice qué funciona. La universidad te da un papel. El mercado te da una oportunidad.

No es casualidad que los fundadores de las empresas que están cambiando el mundo sean, en su mayoría, tipos que dejaron la universidad o que nunca la pisaron. Jobs, Gates, Zuckerberg, Branson. Todos desertores del sistema educativo formal. Todos obsesionados con resolver problemas reales en lugar de aprobar exámenes teóricos.

¿Qué tienen en común? Curiosidad compulsiva. Inquietud permanente. La capacidad de aprender haciendo y de convertir cada fracaso en material de estudio. No necesitaron que nadie les diera permiso para especializarse ni que una institución les certificara su competencia.

La curiosidad no se enmarca ni se cuelga en la pared. El saber hacer se demuestra haciendo. Al final lo único que importa es una pregunta muy simple: ¿resuelves problemas o solo presumes de haber estudiado cómo resolverlos?

Rosalía sigue sin enseñar el título. Romuald Fons sigue construyendo empresas. Isra Bravo sigue escribiendo y facturando. El mercado sigue premiando a quien aporta valor real, independientemente de dónde estudió o si estudió. Y el mundo sigue girando.

Quizás sea hora de dejar de preguntar «¿de qué universidad vienes?» y empezar a preguntar «¿qué sabes hacer que me sirva?». Pero claro, eso requeriría abandonar el fetichismo del diploma. Y en España, eso es más difícil que dimitir por mentir en el currículum.

Aunque, pensándolo bien, igual no tanto.